En el Centro de Acogida e Inserción para Personas Sin Hogar de Alicante, de titularidad municipal, gestionado desde 2002 por la Fundación Salud y Comunidad (FSC), somos testigos de experiencias concretas, de vecinos/as de nuestra ciudad, que nos muestran formas alternativas de ciudadanía capaces de reparar brechas sociales.

Job, en el imaginario popular, es alguien que sufre pacientemente su mal y que finalmente es recompensado por ello; sin embargo, una lectura atenta del texto, permite descubrir que ese libro es un drama hiriente. La tragedia que narra es tan rotunda que alguien necesitó edulcorarla añadiendo al principio y al final unos capítulos que convierten el sufrimiento en un cuentecito moral al más puro estilo de Walt Disney. Fuera de esos añadidos en prosa, el núcleo del relato escrito en verso no ensalza, ni de lejos, la paciencia de Job; de hecho, es el único personaje bíblico que en su desesperación lleva a Dios a juicio. El relato original de Job se estructura en la confrontación de dos visiones: la experiencia de Job que considera su situación como injusta y la de quienes vienen a “confortarle” empeñados en que si está sufriendo es, sin duda, porque algo ha hecho mal y debe arrepentirse de sus faltas.

Esto, que podríamos llamar “efecto Job” (quienes más sufren la injusticia, más son señalados como culpables de su situación) viene a completar el conocido “efecto Mateo” (quienes menos tienen menos reciben, mientras los que más tienen siguen recibiendo en abundancia). La combinación de ambos efectos da una radiografía rápida de la experiencia de las personas sin hogar dentro de la dinámica propia de una sociedad excluyente.

La respuesta ciudadana a la situación de las personas sin hogar es diversa y nuestra experiencia como gestores del CAI de Alicante nos ha dado muestras de ello. Superar el “efecto Job”, es ya un paso que lamentablemente no todos nuestros conciudadanos son capaces de dar. Buena parte de la sociedad queda atrapada en la falacia de que “dado que los excluidos son los principales culpables de su situación, no merecen ninguna ayuda social”. El sinhogarismo queda así reducido una cuestión estética, un objeto feo que debe ser retirado de la calle.

La compasión o la lástima, sin mayor lucidez, es tal vez un pequeño avance, pero sigue mirando hacia un lugar equivocado. Quizá la vergüenza propia nos podría poner en otro plano, pero aun así es insuficiente, pues como evidencia el caso de Job, no basta con explotar un sentimiento de culpa, propio o ajeno, para encontrar una respuesta digna a la exclusión.
En lugar de teorizar sobre la porción de ciudadanía que sabe ir más allá de todo esto, queremos narrar tres historias de vecinos con los que hemos tenido contacto recientemente. Respetamos su anonimato con seudónimos, pero los hechos son a grandes líneas como aquí los relatamos:

A Pablo le conocí hace muchos años, por pura casualidad, pues era el agente inmobiliario a quien alquilé mi primera casa en Alicante. Lo reencontré en el CAI, como amigo de V., una mujer con varios años de estancia en calle. La conoció por las noches, cuando salía a pasear a su perro, comenzó saludando, un día habló con ella, le facilitó algo de dinero, le regaló un par de maletas (aunque salió mal la jugada pues era para sustituir a las que ya tenía y no para ampliar el amplio ajuar del que nunca se separaba), nos ayudó enormemente en el proceso de incorporación y adaptación de esta persona en el centro. Ahora que V. tiene su propia casa, él sigue pasando a visitarla.

Con Fátima, musulmana, madura, íntegra, luchadora y enérgica como ella sola, también se dio un reencuentro sorprendente. Coincidimos en un curso de voluntariado hace ya veinte años. Fátima supo del caso de A., una compatriota enferma de cáncer, de difícil carácter, que dormía en un coche. Se plantó frente a ella, nos la puso delante y movilizó a un grupo amplio de voluntarias magrebíes, que han estado acompañándola en sus visitas médicas, apoyándola en sus necesidades y amonestándola en sus excesos.

A. ha fallecido en un hospital; los últimos días en la UCI, ya inconsciente, tuvo la visita diaria de personas que apenas la conocían pero que demostraron con su presencia que nadie debe morir solo. Fátima consiguió en poco más de dos días, que el Consulado repatriara el cadáver para que A. pudiera ser adecuadamente enterrada cerca de su familia.

A Omar le he conocido hace poco, subsiste de propinas en una zona de aparcamiento. Estuvo cuidando de que no le faltara comida a O., una mujer extranjera con un tumor cerebral que a duras penas subsistía en la calle, a la que nos ayudó a relocalizar y a la que afortunadamente hemos podido derivar a un recurso adecuado. Omar también tuvo relación con A., cuando ella murió Omar volvió al centro para entregarnos las llaves del coche y una cantidad importante de dinero que ella le había confiado en vistas a que pudiéramos hacérselo llegar a su familia… No sé si volveré a encontrar en mi vida otra escena de dignidad y honestidad como la de esa entrega de la que fui depositario.

La palabra hogar apunta a dos elementos: una vivienda y unas relaciones sociales. El hecho de garantizar vivienda para todos requiere de una transformación amplia y profunda de las reglas de juego socioeconómicas. Garantizar relaciones es, en cambio, un ejercicio ciudadano que puede gestionarse tanto individualmente, como en forma de compromiso grupal. Necesitamos de ese cambio socioeconómico profundo, pero quizás será más fácil empezar por las relaciones.

Es posible, tiene sentido, nos mejora a todos, algunos vecinos/as ya lo están haciendo, en el CAI lo constatamos a diario: el “efecto Job” se supera en el momento en el que las personas sin hogar dejan de ser un objeto de contemplación ciudadana para convertirse en vecinos arropados en la relación con otros vecinos/as.


Fidel Romero Salord
Director del Centro de Acogida e Inserción para Personas Sin Hogar de Alicante