ARTÍCULO DE OPINIÓN

Han transcurrido ya treinta años desde que se diagnosticó el primer caso de VIH. Treinta años donde hemos pasado de la ignorancia y el miedo a ser capaces de tomar en consideración los interrogantes que el Sida nos planteaba, abriendo así la posibilidad de reflexionar sobre esta situación y sobre todas aquellas en las que el ser humano es puesto en cuestión.

SIDA: 30 años despuésMuchos de nosotros recordaremos cómo en un primer momento nos sentimos conmocionados por una realidad de la que sabíamos bien poco. Las primeras evidencias nos decían que el contagio del virus se producía mediante las denominadas prácticas de riesgo pero, sin embargo, debimos trabajar, una vez más, para que determinados colectivos no fueran estigmatizados. Atrás quedan ya los días donde Sida se asociaba a las tres haches (homosexuales, hemofílicos, heroinómanos) propiciando identificaciones subjetivas y generando las consiguientes dinámicas de exclusión.

Esta es quizá la gran enseñanza que hemos podido extraer y que hoy queremos compartir. En primer lugar, objetivar de qué estamos hablando nos ha permitido contactar con aquello que a todos se nos escapa…

Cuántos de nosotros hemos incurrido en prácticas que ponían en riesgo nuestra integridad, en el encuentro sexual, en el consumo de alcohol, en los deportes de riesgo. Aproximarnos a esos momentos donde el sujeto se abandona nos permite también ser capaces de acogerle en esta dimensión y, por lo tanto, poderle acompañar.

Así, no hablamos de otra cosa que de la condición humana, aspecto esencial en nuestra acción profesional. El Sida no es un tema que concierne sólo a personas infectadas, todos somos personas. De esta aserción deriva necesariamente una posición ética que nos incumbe no sólo como profesionales sino también como ciudadanos. En momentos como los que hoy vivimos de incertidumbre y de dificultad para la colectividad es necesario acercarnosa las diferentes situaciones desde una posición de reconocimiento.

Aquello que le ha pasado al otro bien pudiera pasarnos a nosotros. No es, obviamente, una mera cuestión de azar pero tampoco siempre está claro por qué él y no yo.

A partir de ahí podemos abordar los fenómenos de exclusión en nuestras sociedades con una mirada exenta de prejuicios. Las enfermedades y sus metáforas, ampliamente trabajadas por distintos autores, nos hablan justamente de eso: las lógicas de segregación en los grupos humanos.

Hablemos de consumo de drogas, de enfermedad mental, de sida… en definitiva, de lo que estamos hablando es de bajo qué significante se presenta y definimos a una persona y cómo esta clasificación trazará posibilidades de circulación social de diversa gradación. En ese sentido, el sida aparece como la enfermedad contemporánea que simboliza cómo vivimos el miedo y la muerte. Importan los efectos en el cuerpo, pero nosotros debemos operar con los efectos imaginarios y del discurso social.

La crisis económica y sus consecuencias acarrean también efectos de orden práctico y conceptual. La tensión en la red asistencial y la falta de recursos se evidencia en el día a día resultando extremadamente complejo para las personas que atendemos cubrir sus necesidades básicas y, por otra parte, implica una reactualización continuada para los profesionales que han de lidiar casi con lo imposible.

En un marco de tensión ideológica como este, se cuestionan también el acceso a prestaciones por parte de ciertos colectivos, haciendo de la teoría del ascensor social un modelo explicativo del comportamiento de los grupos sociales. En paralelo, volvemos a hablar de pobreza y dejamos de hablar de derechos, con los efectos que esto puede comportar y con las consecuencias que se derivan para las entidades sociales y obviamente para los sujetos. No estamos sólo ante una crisis económica, se trata de un cambio de paradigma donde deberemos aprender a vivir de otra manera.

Reivindicar la solidaridad debe ser un imperativo pero pretender transformar, como parece bajo el pretexto de la crisis, la responsabilidad de las instituciones del estado, en altruismo voluntarista, es sin duda un riesgo. Y, una vez más, lo que nos queda es no dimitir de nuestro deseo de continuar trabajando por una sociedad más justa.

Toni GarínDirector del Área de Inserción Social, Reducción de Daños en Drogodependencias y VIH/Sida de la Fundación Salud y Comunidad.