Son muchas las veces en las que hemos oído a alguna persona exponer una situación de acoso. A veces, por parte de alguna persona que no forma parte de nuestro entorno más cercano y otras, las más, procedentes de personas del entorno más próximo con las que mantenemos o hemos mantenido algún tipo de vínculo.

En el ámbito de la violencia machista, una de las conductas más habituales con las que el agresor responde a los intentos de la mujer de poner fin a la situación de violencia, bien porque decide separarse o porque decide denunciar, es el acoso: acoso para poner fin al procedimiento judicial a través de la retirada de la denuncia; acoso para que le dé una segunda oportunidad; acoso para controlar sus movimientos con la excusa de saber qué hacen sus hijos/as, y un sinfín de etcéteras.

El común denominador de estas conductas es que, por sí solas, no son conductas penalmente reprobables. El acoso puede consistir en 20 o 30 llamadas diarias a la víctima, envío de mensajes o regalos, esperarla a la puerta del trabajo para hablar… Conductas aparentemente “inofensivas” pero generadoras de un profundo desasosiego en quien las recibe, hasta el punto de provocar cambios en la rutina diaria y necesitar apoyo psicológico y/o farmacológico para contrarrestar la ansiedad generada.

¿Qué respuesta da nuestro derecho a estas situaciones? Hasta el año 2015 podemos afirmar que la respuesta, en la mayoría de los casos, era la impunidad. Solo aquellos supuestos especialmente graves y reiterados en el tiempo podían, en alguna ocasión, y dependiendo del juzgador, dar origen a una causa por otras causas legales, como las coacciones. En el resto de casos, la respuesta era que no era una conducta contemplada en el Código Penal, con lo que se daba “carta blanca” al agresor para seguir acosando a la víctima.

La modificación del Código Penal realizada en octubre de 2015 a raíz de la ratificación por el Estado del Convenio de Estambul, instrumento internacional para la lucha y erradicación de la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica, supone un claro avance en la eliminación de la impunidad de estas conductas.

En concreto, el art. 172 del Código Penal introduce por primera vez la figura del delito de acoso, en inglés stalking, describiéndolo como aquella conducta en la que una persona, de forma insistente y reiterada, y sin estar legítimamente autorizada, altera gravemente el desarrollo de la vida cotidiana de otra, a través de alguna de las siguientes conductas:

1º La vigile, la persiga o busque su cercanía física.

2º Establezca o intente establecer contacto con ella, a través de cualquier medio de comunicación, o por medio de terceras personas.

3º Mediante el uso indebido de sus datos personales, adquiera productos o mercancías, o contrate servicios, o haga que terceras personas se pongan en contacto con ella.

4º Atente contra su libertad o contra su patrimonio, o contra la libertad o patrimonio de otra persona próxima a ella.

Si bien su introducción en nuestro ordenamiento jurídico se hace pensando en el ámbito de la violencia de género, se configura como un delito común. Esto significa que cualquier persona es susceptible de cometer este delito y de convertirse en víctima, por lo que no solo se dará en supuestos de violencia de género, aunque se prevé una pena agravada para estos casos. Cabe señalar también que, junto con la condena, se puede imponer a la persona imputada la prohibición de comunicarse con la víctima o personas perjudicadas.

El pasado 23 de marzo de 2016, el Juzgado de Instrucción 3 de Tudela dictó la primera sentencia aplicando el delito de acoso. En este caso, se trató de un supuesto alejado de la violencia de género. Y no fue hasta mayo de este año cuando el Tribunal Supremo se pronunció por primera vez sobre el delito de stalking.  Queda ahora por ver cómo irán desarrollando los tribunales con el tiempo la aplicación de esta nueva figura penal.

De estos primeros pronunciamientos podemos extraer ya algunos elementos clave: el acoso debe consistir en un patrón de conducta sistemático con vocación de cierta perpetuación temporal que lleve a la víctima, como única vía de escapatoria, a variar, sus hábitos cotidianos.

Habrá que ver, caso por caso, si una conducta puede constituir delito de acoso o no, pero lo especialmente relevante es que conductas consideradas hasta el momento totalmente impunes, pero que generaban un profundo daño en quienes las padecían, puedan verse ahora desde un enfoque mucho más global, atendiendo también a otros factores.